viernes, 30 de octubre de 2009

Trabajo en lentos poemas de hierro

Esto decía Carlos Barral jugando, quizá, con las palabras; enredando, tal vez, con los sentidos... con los sentidos de las palabras. A Carlos Barral todo el mundo lo conoce por haber sido uno de los grandes editores españoles del siglo XX. Sin embargo, su amistad con los grandes: Gallimard, Einaudi y, luego, Modandori; su contracorriente escenificada en aquella cita en Formentor -"club" incluido-, en la que los intelectuales -más o menos de verdad- de la vieja Europa se daban cita para cabreo de la dictadura; su olfato para la novela fetén; su gusto literario y su excelente pluma nos hablan de un Barral que fue mucho más.

Hace unos días comentaba con un amigo su "Con el viento a favor", uno de sus pocos textos escritos en catalán -ya traducido-. A Barral el catalán le sonaba a jerga de pescadores -y no era al único-. "Con el viento a favor" es una delicia que describe Cataluña desde el mar con ese aire aristocrático que revestía a los chicos de lo que Joan de Segarra bautizara como la gauche divine, una suerte de izquierda bienviviente y moralizadora de las clases obreras, asentada en la comodidad del trono que otorga ser un hijo de papá. Eran unos cuantos que luego han seguido siendo progres de profesión y de posición -también de postura-.

Pero a Barral, que es quien interesa, se le perodna. A Barral le gustaba buscar escondrijo en su "botiga" calafeleña y navegar en su menorquina, barba y pipa al viento. Un servidor le envidiaba, hasta hace poco, por ello. Pero estos días he podido entender mucho mejor cómo agita la sangre la tierra vista desde el mar. He navegado; he costeado el Mediterráneo, aunque lejos del de Barral.

De Barral, no obstante, me gustan bastantes poemas. Éste, por ejemplo, me gusta mucho más:

A veces

A veces cuando era
temprano todavía para verte
o cuando la ventana
se abría a la distancia y al sonido
de tanto hierro puesto y tanta arena
que cruje a tierra extraña en los caminos
remoto a la esperanza
me volvía a aquel sitio en que dejamos
las soledades juntas y las voces.

Te hallaba limitada
de corazón disperso y de alegría
por todos los costados y flotando
en la noche segura y abundante
que nunca se consuma.

Sin embargo a lo lejos
tan pronto me acogías con los nombres
de las cosas comunes, en sigilo
sentía que tu isla no estaba ya a mi alcance.

Entonces por entero
reincorporado al límite del cuerpo
volvía a la certeza de la espera.

jueves, 22 de octubre de 2009

La música... de Loquillo

Dice la sabiduría popular que la música amansa a las fieras. No estoy de acuerdo. O sí, pero no sólo. La música puede que amanse a las fieras, pero sobre todo las instruye, las mejora, las doma, puede que las aquiete, las humaniza... porque, a fin de cuentas, todos somos fieras aquietadas, en ocasiones, por el escrúpulo, la vergüenza, la educación o el sentido común. Pero, una vez humanizadas, luego, la música nos eleva, nos llena, nos inspira, nos mueve, nos conmueve, nos hace mejores, nos colma, nos sublima y, a veces, incluso, nos eleva a los cielos. Seguimos siendo fieras, de eso no cabe duda, pero humanizadas fieramente, por suerte, gracias a la música.

Cuando tengo un mal momento -pocas veces- pocas cosas me hacen tanto bien como una buena música, una alegre melodía o una gran canción, como ésta, poco conocida, pero enorme.

Gracias, Loco -y Hallyday, claro-.

martes, 13 de octubre de 2009

Orfandad

(Publicado en mi columna de ABC CyL el 12 de cotubre de 2009. Me ha pedido un amigo que lo suba al blog.)

La dimensión humana de la muerte es algo que, como a tantos -como a todos-, siempre me ha atraído. La orfandad de respuestas que provoca el apagón vital me interesa. Al fin y al cabo, nadie ha sido capaz de ofrecer otra cosa que esperanza, fábula, fe o una iguala de justicia que haga justiprecio con la que sufrimos mientras caminamos por este valle de lágrimas -los textos sagrados no son precisamente la alegría de la huerta-. Pero la dimensión de la muerte lleva aparejada necesariamente otra dimensión mucho más cercana y ¿explicable?: la de la vida.
La lucha de fuerzas entre una y otra es cotidiana, constante, como de andar por casa. Sobre esto nada que decir. Lo que suscita toda esta reflexión es una conversación reciente con Javier García, que acaba de perder a su padre. J. G. es vecino ya de los cuarenta, lo que puede entenderse como un joven con vocación de dejar de serlo en unos cuantos años. La edad, en este caso, es importante porque determina el objeto de estos párrafos. J. G. se ha quedado sin padre a una edad más o menos frecuente. Pero, cuando el otro día le preguntaba cómo se sentía, pasadas unas semanas del duro trance, su respuesta me fulminó: huérfano.
Tantas cosas en tan poco me helaron la palabra. J. G. tiene razón. Nadie habla de orfandad cuando uno ha cumplido determinada edad tácitamente aceptada como la de la orfandad imposible y, sin embargo, ¿quién nos prohíbe sentirnos huérfanos a los veinte, a los treinta, a los cuarenta, a los cien? ¿Es acaso la orfandad un estado legal solamente; o uno tiene derecho a sentirse huérfano cuando le dé la gana?
La pérdida de un progenitor es un duro golpe en cualquier circunstancia. El sentimiento de orfandad, en cambio, es una elección libre; probablemente ligada a la relación entre dos seres mientras la vida fue. Te honra el sentimiento, Javi.

lunes, 5 de octubre de 2009

Roger Hodgson

La música te transporta en ocasiones a lugares del sentimiento que son difíciles de atrapar en la palabra. Eso -o algo similar- es lo que le sucedió ayer a la gente que asistía al recital que Roger Hogdson, el mítico vocalista de Supertramp, en perfecta comunión con la Orquesta Sinfónica de Castilla y León -a la que hay que echar de comer aparte- dio ayer en el auditorio Miguel Delibes de Valladolid. Decir que fue impresionante sería hacer de menos a una sensación última que parecía asegurarte que cosas así vas a vivirlas pocas veces en la vida. Había algo de nuevo en todas aquellas viejas canciones que han viajado de la cassette al cd sin perder ni un ápice de calidad y permanencia. Contemplar cómo la música de Supertramp, casi toda, parece compuesta para una orquesta sinfónica, no es decir demasiado ni descubrir ninguna América. Aunque lo de ayer rozara el paroxismo.

Bien es cierto que el público que asistió al concierto era un público con la bandera blanca enarbolado desde el mismo momento en que el viejo Hogdson, con su fina melena rubia, su camisa blanca y su aire de indio navajo, salió a escena. En ese momento todo los allí presentes le mostramos nuestra carta de rendición ante lo que suponíamos que iba a llegar... y llegó.

Todo empezó con "Take the long way home". Al terminar, los primeros fanáticos saltaron de su asiento para ovacionar al tío de la guitarra, al señor del piano, al chaval de los teclados, al músico de la voz infinita y atiplada. Luego "Give a little bit" y ahí empezó el frenesí. Supo meterse a todo el mundo en el bolsillo. Invitó al auditorio a silbar una breve canción a coro y desgranó algunas de las mejores canciones de la historia de la música actual; que, además, son suyas: "The logical song", "Even in the quietest moment". "Dreamer", etc. Hasta que llegó una de las que todos esperábamos. Cuando los primeros acordes, lentos, lejanos, leves de la "Fool's overture" empezaron a sonar, la gente ya tenía las manos destrozadas de aplaudir. El final de la obertura fue de película, con Hogdson recibiendo la batuta de manos del maestro Alejandro Posada -un auténtico crack dirigiendo- para dar el "se finito" a la orquesta. Grandioso.

De ahí a los bises y a una última composición que se había echado en falta y que, hábilmente, el exsupertramper había dejado para los postres. Con un "It's raining again" coreado, cantado, aplaudido y bailado por todos los asistentes -hasta las azafatas perdieron su hierática composutra, contagiadas por el ambiente brutal- se cerró una noche en la que una orquesta magnífica dio luz a la música clásica de un enorme compositor moderno: Roger Hodgson.

Ver esto

En inglés